Me he plantado en la final del Campeonato Mundial de Comer Pimientos del Padrón. Sólo quedamos cinco: Steven Seagal, Leticia Sabater, Julio Cortázar, Georgie Dann y yo. La competición se lleva a cabo en una estación espacial construida como una réplica exacta del pueblo sevillano de Écija. Siempre es agosto. Leticia Sabater ya no soporta más los 53º a la sombra y se acaba convirtiendo en un torrezno con cejas. «Un rival menos», pienso mientras me bebo del tirón seis botijos. Steavan Seagal llega a la Plaza Real montado sobre un oso hormiguero. Julio Cortázar, sentado justo a mi lado, va vestido con el uniforme rojo y negro de los alienígenas de la serie “V”. El insoportable calor lo vuelve loco y comienza a arrancarse la piel de la cara para mostrarme convencido el lagarto que hay debajo. Pero de lagarto nada, por mucha epidermis que se destroce ahí debajo no hay más que músculo y nervios. Aun así, él erre que erre con su desfiguración mientras que con dos dedos de una mano finge una lengua bífida. En ese momento, el alcalde de Écija, que no es otro que Chuck Norris, le vuela la cabeza con un trabuco. Ya sólo quedamos tres; me conciencio de mis posibilidades reales de ganar el campeonato. El lugar está invadido por palomas con pajarita y monóculo que no paran de pelearse entre ellas zureando como unas posesas: “¡Yo soy Sigmund Freud! ¡Ni hablar, yo soy el auténtico Freud! ¡Me cago desde la azotea en vuestro psicoanálisis, yo soy Sigmund Freud!”
Un tráiler conducido por un chimpancé borracho entra a toda hostia en la plaza, pierde el control y vuelca, desparramando las diez toneladas de pimientos del padrón que transporta. Georgie Dann tiene un flechazo y se enamora del mono, que no para de echar la pota. Se acaban casando en Las Vegas. Al año, el chimpancé abandona a Georgie Dann y se liga a Sharon Stone. Ahora sólo quedamos Steven Seagal y yo.
Empezamos a comer pimientos como autómatas. Seagal no para de insultarme en arameo. Las palomas continúan chillando que son Sigmund Freud. Comienza a llover sangría.
48 horas después de ininterrumpida gula pimientera, Steven Seagal pide permiso para ir a cargar, y es succionado por el váter. Acaba escupido a otro pliegue espacio-temporal y aparece en la última cena con los apóstoles, y en vez de Jesús, se come él el marrón de la traición de Judas y lo acaban crucificando los romanos.
Gano el campeonato mundial; pero me cuesta una almorrana del tamaño de una sandía.
La crema que me receta el médico (una cigüeña con cinco carreras) me provoca un fuerte efecto secundario que me transforma en Sarah Connors.
De vuelta a la Tierra, una sobrecarga en la red eléctrica de mi casa dota de vida al microondas, convencido de ser un Terminator con la única misión de acabar con mi vida. Incapaz de desenchufarse, no para de gritarme: “¡Sarah Connors, te voy a gratinar hasta el Día del Juicio Final, hijadeputa!”
Ahí me despierto.