Cuando estudiaba en la Universidad, en los últimos años, compartía coche con unas amigas. El día que me tocaba a mí llevarlo y pasábamos por el peaje, siempre, siempre, lo hacía por el manual. ¿Pero por qué no vas por el automático? Es más rápido – me decían. A lo que yo les contestaba que me gustaba parar, bajar la ventanilla a la vez que la persona abría la suya (en invierno el frío era intenso) y en el intercambio de dinero por barrera que se abre intercambiar también un “buenos días”, “que vaya bien el día”, “gracias, a ti también”. Mis amigas se reían, no de mí, conmigo, sobre todo el día que me tocaba alguien con pocas ganas de hablar. Has hecho cola y no te has llevado el buenos días – me decían. Es igual, yo sí que los he dado – les contestaba. Y echábamos unas risas antes de llegar, aún de noche, a la jornada universitaria que acababa también de noche.
Esos años de Universidad quedan ya algo lejos. Me he convertido en madre y me paso la vida corriendo. Vamos, que llegamos tarde. Venga, cómete el desayuno. Vístete. Venga que mamá tiene que ir a trabajar… Últimamente creo que la humanidad se divide entre los que tienen prisa constantemente y los que no.
Cuando conduces y delante tienes al típico que va lento y acelera cuando el semáforo está en ámbar y tú te quedas en rojo, te pones de los nervios. Creemos que el coche es ese pequeño mundo en el que soltamos la lengua y desfogamos quizás el estrés que otros descargan en nosotros. Y así entramos en un círculo vicioso. Tú te enfadas conmigo y yo con el que ha pasado el semáforo en ámbar. Pítale mamá – me dicen los niños. Y ahí haces ese click de ¿qué les estoy enseñando? Por primera vez en mucho tiempo les dije “no hay prisa”. Y nos pusimos a charlar, durante el trayecto, de cómo había ido el cole y de sus cosas. Porque los niños cuando son pequeños no callan y te lo explican todo. Pensé que quizás así, cuando crezcan, recordaran que con mamá se puede hablar y explicar lo que les preocupa, les gusta o les entristece. No sé si me durará mucho tiempo.
Entre las prisas, los móviles, las obligaciones y todo lo demás, hemos dejado de hablar, de escucharnos.
Hoy, cuando escribo estas letras, es San Valentín, día de los enamorados, día que unos aman y otros odian por igual. Hoy estaba casi en reserva en el coche y he parado en la gasolinera. Al ritual de siempre de indicar el importe, de preguntarte si tienes tarjeta de puntos, de contestar que no, de pagar y de dar las gracias han añadido un “que tengas un feliz día” y me han entregado el ticket con una piruleta de corazón. Yo no celebro este día, ni regalo ni espero ser regalada. Pero la piruleta me ha hecho sonreír.
No hace mucho vi un artículo sobre la despoblación de España, cómo las zonas rurales se están vaciando en detrimento de ciudades cada vez más abarrotadas, contaminantes, impersonales y desordenadas. Creo que no es el caso de Barberà del Vallès, porque tiene esa población justa y necesaria para tener ciertos servicios pero a la vez podemos mantenernos al margen de aglomeraciones como las de Barcelona. Aun así, cuando salgo de aquí y viajo a esas zonas rurales y reponemos gasolina, siempre, siempre, me encuentro con una persona que me da los buenos días, llena el depósito y me cobra. Mientras tanto, charlamos del frío que hace por esa época en la zona y como de tranquila ha despertado la mañana.
Creo que es importante parar un momento, respirar y analizar si realmente es tan necesario pitar al coche de delante.
En fin, echo de menos los peajes manuales.