Si algo echo de menos es viajar en tren. Matizo. No las averías de la catenaria, no las aglomeraciones, no las esperas; no, echo de menos leer en el tren.
El otro día fui a Barcelona. El vagón estaba lleno tanto a la ida como a la vuelta y en un silencio solemne, tanto que hablar en susurros con mis acompañantes me parecía una ofensa. Y me dio por pensar y recordar cuando antes sí que era usuaria diaria, cuando el mundo, en el tren, se dividía en dos: o dormías o leías. También servía como escenario para encuentros de amigos, de aquellos de perdona que no te haya podido llamar, qué bueno vernos por aquí.
Pero ahora no. Ahora prácticamente todos los usuarios llevan un móvil en la mano y unos cascos puestos que los aíslan de todo lo que pasa a su alrededor. Revisas por encima del hombro las pantallas de esos dispositivos y no ves consultas a diarios oficiales o lecturas de ebooks; sino videos de influencers, poses, bailes…
En breve llegará Sant Jordi y llenaremos nuestras redes sociales de fotos de libros, diremos lo mucho que los amamos y los beneficios de su lectura. Recomendaremos este o aquel otro autor o autora. Mostraremos nuestras mesitas de noche con montañas de libros y volveremos, al día siguiente, a la rutina de usar el dedo como scroll para nuestra pantalla y no para pasar páginas.
Si una máxima tengo para escribir es que es imposible hacerlo sin leer. Últimamente lo hago poco, muy poco, tanto el leer como el escribir. Lleno las horas de mis días de tareas, rutinas y obligaciones. Me quejo en voz alta, y también para adentro, de mi falta de tiempo, de no ser dueña de las horas que el día me brinda. Pero cuando por fin me siento en el sofá o me meto en la cama, cojo el móvil y llevo mi dedo de arriba para abajo por la pantalla perdiendo el tiempo con videos de bebés, que no sé ni qué idioma hablarán cuando lo hagan, o de actrices de las que desconozco su nombre porque me he pasado al cine clásico, al blanco y negro. Sí, soy tan culpable como todos vosotros por permitir estar bajo el dominio y control de una pantalla, por dejar que mi cabeza se llene de pequeños momentos de placer—como cucharadas de azúcar en medio de una dieta que pretende ser saludable—, por mirar la hora y entonces quejarme de que ya es tarde, ya no podré leer. Y apagar la luz e intentar que la mente diluya esos inputs de imagen y sonido para adentrarme en el mundo de la libertad de los sueños.
Quizás soñar sea el fruto de lecturas del pasado, quizás soñar sea el aviso que te mantiene alerta para retarte a guardar el móvil en un cajón y desempolvar un libro. Porque el dragón a derrotar de este siglo tiene por cara una pantalla y nuestra espada, forma de punto de libro.