Ernesto Quiroga era un enamorado de las palabras.
Mejor dicho, un adicto del vocablo, un taxidermista léxico cuya principal obsesión consistía en la de atrapar, conservar y almacenar —en su ya de por sí abarrotada despensa mental— el mayor número de palabras posible, pese a que jamás eran suficientes para saciar su apetito semántico.
Codiciaba con predilección términos rebuscados o aquellos que desprendían un ramalazo de cultismo rimbombante. Eso sí, a Ernesto Quiroga no le importaba lo más mínimo el significado de dichas palabras, y mucho menos su correcta utilización. El verdadero deleite radicaba en el simple hecho de pronunciar esos remilgados términos, haciéndolos estallar sonoramente en su boca para regocijo de sus oídos.
Además, a Ernesto Quiroga le gustaba presentarse como “Palabrófogo”, y en el supuesto caso de hallarse entre personas con un destacado coeficiente intelectual, entregaba una tarjeta personal en la que podía leerse:
“Ernesto Quiroga
Ingeniero Léxico Especializado en Conexiones Vocablas”
Su incontrolada adicción por emplear constantemente un vocabulario tan sofisticado lo arrastraba a crear frases sin sentido, difíciles de encajar en una conversación normal.
En el mercado, por ejemplo, podía oírsele decir cosas del tipo: «Me llevaré mortadela rubicunda; el chorizo me da a mí que está hoy algo inhóspito», «¿Podría quitarle la idiosincrasia a esa coliflor?» o «Póngame una arroba electromagnética de lentejas abisales, y ya de paso, meta también dentro de este receptáculo antediluviano un par de azumbres de ese vino pirotécnico que tiene tan buen clavicémbalo.»
Preguntarle la hora era verse atrapado en un auténtico callejón sin salida:
—¿La hora? Cómo no. Faltan tres isobaras para el batiscafo y medio —respondía con amabilidad el bueno de Quiroga, fiel a su amanerada educación.
—¿¿¿Perdón…???
—Pues lo dicho —solía noquear el “palabrófogo” en la segunda frase—, ya han pasado diez cefalópodos ignífugos desde la zoonosfera.
Durante todo un mes, Ernesto Quiroga tuvo que llevar escayolada la pierna izquierda hasta la altura de la rodilla por culpa de una alcantarilla mal cerrada, mal señalizada, pero sobre todo, mal detectada por los servicios municipales.
La explicación que daba ante tal fútil percance era, como no podía ser de otra manera, desconcertante:
—Me he fracturado el equinoccio al caer por una alcantarilla abominable que no tenía cerrado su ectoplasma.
—Vaya… —era lo más que se podía responder—. ¿Y es grave, Sr. Quiroga?
—Por telequinesis, nada serio ni oblongo. He tenido una suerte mesozoica. —Su última frase solía ser la que acababa por abducirte del todo—. El doctor me ha obligado a quedarme entre bambalinas haciendo mucho reposo ovolácteo; sin nada de borborigmos, por supuesto.
Su día a día descolocaba a todos los vecinos del pueblo, pero su afable y cercano carácter sobresalía siempre por encima de aquella extravagante manera suya que tenía para comunicarse.
Una tarde de invierno —más concretamente de un duro invierno; por no decir del más duro invierno de los últimos sesenta años; sin exagerar lo más mínimo, una tarde del peor invierno que podía recordar Guzmán Abriles Pizarro, el vecino más longevo del pueblo con sus 107 años de edad, conocido en toda la comarca con el sobrenombre de El Arado Humano—, Ernesto Quiroga paseaba monte arriba cuando se vio sorprendido por una repentina y furiosa tormenta eléctrica que le obligó a guarecerse bajo un imponente alcornoque. Al parecer, desconocía lo desacertado y peligroso que era refugiarse bajo un árbol en plena tempestad. El que sí estaba al tanto, y mucho, fue aquel zigzagueante rayo azulado que atravesó su cuerpo, acabando con su vida de manera fulminante.
Al no conocerse acerca del señor Quiroga ningún pariente en la corta y larga distancia, el ayuntamiento interpretó el papel de familiar más cercano, ofreciendo en su recuerdo un modesto y parco funeral. Como no podía ser de otra manera, se tuvo muy en cuenta la particular obsesión léxica del difunto a la hora de dedicarle el último adiós.
La esquela en su memoria rezó así: “El mero hecho de vivir es abracadabrante. Un meándrico viaje lleno de fanerógamos momentos. No todo es tan piezométrico como parece. Disfrutemos pues de la esencia apócrifa de las cosas, sin heliopausa, sin esas constantes y sarracenas laparotomías que nos impiden ser urogallos en nuestra propia bioestratificación. Ernesto Quiroga nos enseñó el lado piroplástico de la vida. Ahora nos toca a nosotros decidir si traspasamos el cimborrio que separa lo alóctono de la sicalipsis.”
A pesar de haber transcurrido treinta y cinco largos años desde que Ernesto Quiroga descubriera, a costa de su propia vida, el trinomio maldito entre árbol, rayo y ser humano, su entrañable recuerdo sigue más vivo que nunca, gracias sobre todo a la archiconocida expresión que todavía perdura en el refranero popular: «A ti no te entiende ni Quiroga».
Incluido en “Microrrelatos para Macromomentos”, editado por Nova Casa Editorial.