El rincón de Aye: Los caminos del señor son inescrutables.

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David González “Aye”

La señora Farrell acababa de bajar del piso de arriba, a donde había subido hacía apenas un instante para meter a su bebé en la cuna. Traía la cara pálida como la cera, que por momentos parecía derretirse ante el calor que desprendían las velas del candelabro que aferraba con la mano derecha, agarrotada por culpa de los nervios.

—Lleva horas durmiendo como un angelito —dijo nada más entrar de nuevo en el salón.

Su marido y el reverendo Scott, apretujados en un pequeño sofá, la miraron en silencio.

La mujer se sentó en una silla aparte y comenzó a rellenar las tazas de té, incapaz de ocultar la preocupación que empañaba su rostro: le temblaba tanto el pulso que había más líquido en la bandeja que dentro de la propia tetera, y cada vez que posaban las tazas, éstas hacían salpicar enormes goterones de té sobre la alfombra.

El padre Scott se hallaba en casa de los Farrell resuelto a que el joven matrimonio aceptase la evidencia:

—¡Tiene que ser Él, no hay ninguna duda. Estoy completamente seguro! —exclamó de repente—. No se dejen engañar por esa dulce apariencia de recién nacido. ¡¡¡Insisto en que debemos actuar tan rápido como sea posible!!!

Recitaba las frases con vehemencia, tal cual las estuviese leyendo, sílaba a sílaba, del Apocalipsis 13.

Los agotados ojos de la señora Farrell buscaron en la dura mirada del cura algo de benevolencia; pero en el caso de que hubiese habido un poco, fueron incapaces de descubrir el más mínimo rastro.

El reverendo Scott, aprovechando un gélido silencio que permitió escuchar con claridad el crujir de las vigas de madera del techo, apuró de un sonoro sorbo su infusión y se levantó del sofá con la intención de marcharse.

Afuera, la noche parecía no poder oscurecerse más.

—P-pe- pero P… P… Padre —tartamudeó la señora Farrell, que al intentar frenar la partida del sacerdote agarrándolo por la sotana, golpeó con su rodilla la mesita donde descansaba el delicado juego de té, que cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos—. N-no pu… pu-puede estar habl-habl… hablando en serio… ¡¡¡Por Dios, si tan sólo es un bebé!!!

La mujer comenzó a llorar desconsoladamente enterrando su cara en el hombro del marido.

—De momento… Sólo de momento… —siseó el padre Scott de espaldas a la pareja mientras agarraba con fuerza el pomo de la puerta, presto a marchar—. Crecerá. Entonces sí que será demasiado tarde…

El enfurecido viento que soplaba en el exterior abofeteó la cara del cura nada más abrir la puerta. En el exterior, nevaba copiosamente.

Protegido con la única ayuda de una raída capa echada por encima de su sotana, el religioso comenzó a andar sobre la nieve, hundiéndose en ella un poco más a cada nuevo paso que daba. A los pocos segundos su negro sombrero de alpaca se tiñó por entero de blanco.

—Los caminos del Señor son inescrutables —sentenció el Sr. Farrell mientras observaba junto a su desconsolada esposa cómo la noche engullía al reverendo Scott antes de que éste hubiese dado siquiera la cuarta zancada.

La elección ya estaba tomada: el primogénito de los Farrell representaría al Niño Jesús en el pesebre viviente de las próximas Navidades.

Incluido en “Microrrelatos para Macromomentos”, editado por Nova Casa Editorial.

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